Estuve doce años en el frente.

De los 29 a los 42.

Cinco en comunicaciones, cinco en suministros, dos que no puedo contar.

En doce años se te jode el sueño, irremisiblemente.

Si te pasas cuatro mil quinientas noches durmiendo entre tres y cinco horas, sobresaltándote a las tres de la mañana por los guarridos de un sargento borracho que te envía por sus cojones a tirar un cable o a entregar un puto cargamento de coles y cebollas, bajo fuego cruzado, en una guerra que sabes nadie quiere ganar...; aunque no te alcance un solo vaho de fósforo, una espora de bacteria, una sola esquirla de metralla, y regreses a casa físicamente intacto: cuando te alejas de aquello te llevas el eco contigo, y lo haces con los engranajes del reloj circadiano corroídos por el ácido, el moho, la pólvora y las miasmas, incapacitados para volver a tictaquear adecuadamente, jamás, nunca, tic-taec—toc,

- hic sumus, filius meretricis!.

Así que puedo acostarme de último, pero sigo siendo el primero en despertarme, siempre, esté donde esté, y sigo despertándome como con un clic, ya plenamente activo, con la premura de quien tiene una misión acuciante que desempeñar
                                     o acaba de escuchar una rama crujiendo en la espesura.

Me llamo Cliff David. Si tengo suerte viviré 70 años.

Para entonces me habré pasado despierto las mismas horas que un hombre de 126.

Cuando tenía 28 decía que una foto sin persona es media foto. Que las obras faraónicas están bien, las maravillas naturales epatan, y tal, pero nada es capaz de igualar el misterioso espectáculo de la inteligencia condensada en un rostro humano.

Ahora he visto tantos rostros humanos desencajados y tantas inteligencias desenchufadas de golpe, a un precio tan irrisorio,
        que prefiero ahorrarme la empatía que conlleva ver caras nuevas.
Y tener que empezar a preocuparme por sus propietarios.

Me despierto cuando toca, y salgo a pasear.
Dos, tres horas cuando toca.
Tres, seis horas si se tercia.

Vuelvo cada día poco antes de las nueve, para ponerle a Deia la cafetera en el fuego, y espolvorear una breve brizna de luz en su habitación, entreabriendo la puerta o entrecorriendo el cortinón, para que se me despierte como yo ya no sé despertarme: viendo la costa del día allá a lo lejos, oyendo el fade in orquestal de los títulos de crédito del penúltimo sueño, acercándome paulatino a la orilla en el arrullo ondulante de unas sábanas templadas que van ganando peso, con dulzura, y me incitan despacio
                                                                                    a volver a subirme al huracán.



Suelo llevar la cámara, el gps, salgo sin rumbo y evito los encuentros, como si siguiera en el frente.
Quiero recoger los restos arqueológicos de este hermosísimo animal
                                                                                         que todavía no sabe
                                                                                                 que hace ya algún tiempo que no existe.

El sótano reptiliano. 2008.

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